EL TESORO DEL CARAMBOLO:
El Rey de los tartesios era el célebre Argantonio, que tenía un hijo que se llamaba Terión.
Cuando sus aliados fenicios decidieron dejar de comprar sus productos para así obligar a los tartesios a bajar los precios y poder obtener mayor beneficio en su comercio con Tiro y el resto de colonias mediterráneas.
El rey, que era sabio y justo, se enfureció al ver la estrategia de los orientales y les amenazó con romper los tratos comerciales y expulsarles del país si no cesaban en su actitud. Los fenicios, seguros en sus colonias de Sevilla y Gadir, ignoraron la advertencia y continuaron con su proceder, lo cual aún disgustó más al ilustrado soberano, poco amigo de disputas, pero amante de su pueblo.
Argantonio decidió atacar las dos principales factorías fenicias para darles un escarmiento, así que dividió el grueso de su ejército en dos y, con él mismo y su hijo Terión a la cabeza, comenzaron el asedio de las ciudades. Los fenicios, que habían previsto el proceder del monarca, aprovecharon la débil situación en la que había quedado la capital tartesia tras la marcha de Argantonio y la atacaron. La ciudad quedó destruida rápidamente, pues su ejército se encontraba batallando y la defensa fue inútil. El fuego y el metal se alimentaron de los hijos de Tartessos.
Desde el asedio de Gadir, el rey distinguió el resplandor del fuego que arrasaba su capital, e intentó volver sobre sus pasos para castigar a los autores. Pero los dioses no fueron sus aliados, pues los fenicios que atacaron Tarsis, cayeron sobre él y, quedando encerrados entre dos ejércitos, los hombres de Argantonio, incluido él mismo perecieron bajo las flechas fabricadas por su propio pueblo.
Sólo un hombre, que cobardemente se había camuflado entre los cadáveres de sus compañeros, sobrevivió a la matanza. Y, cuando cesó la lucha, se avergonzó de su actitud y lloró la muerte del rey. Antes de que los enemigos saqueasen los cadáveres de sus compañeros, el soldado decidió redimir su cobardía. Se acercó al cuerpo inerte del monarca y le despojó de las ricas insignias reales que, por justicia, pertenecían al nuevo rey de Tartessos, su hijo Terión.
Sin pararse a pensar, se alejó corriendo del campo de batalla y no paró hasta la orilla del río Tarsis, donde se encontraba el resto del ejército. Allí, tras recuperar el aliento, informó a Terión del destino de su padre y de todo lo que había acontecido, y le tendió el lienzo en el que había guardado los brazaletes y collares propios del rey de Tartessos. El nuevo rey recompensó su bravura y se retiró a su tienda a orar. En silencio, observó los símbolos de su nuevo estatus y, con lágrimas en los ojos, juró que no los ceñiría hasta haber vengado la muerte de su padre y de todos los inocentes caídos. Luego, para asegurarse que, si él moría, los fenicios no se harían con las joyas reales, las introdujo en una vasija y las enterró allí mismo.
Aún brillaban las estrellas cuando el ejército tartesio comenzó a prepararse para la batalla. Y, al alba, los habitantes de Hispalis oyeron el estruendo que produjo la primera carga. La lucha fue feroz, y las bajas fueron cuantiosas en ambos bandos. Terión, herido de gravedad, no vivió para ver la victoria, y tampoco pudo celebrar la rendición de Gadir varios meses más tarde. Así que las insignias de su padre quedaron enterradas en el lugar de su última oración, a pesar de que su breve reinado se saldó con su única promesa cumplida.
El tiempo pasó y más de 2000 años después, a tres de kilómetros de Sevilla en unos pequeños cerros, llamados Carambolos, en el término municipal de Camas, fueron encontrados por unos obreros.
El Rey de los tartesios era el célebre Argantonio, que tenía un hijo que se llamaba Terión.
Cuando sus aliados fenicios decidieron dejar de comprar sus productos para así obligar a los tartesios a bajar los precios y poder obtener mayor beneficio en su comercio con Tiro y el resto de colonias mediterráneas.
El rey, que era sabio y justo, se enfureció al ver la estrategia de los orientales y les amenazó con romper los tratos comerciales y expulsarles del país si no cesaban en su actitud. Los fenicios, seguros en sus colonias de Sevilla y Gadir, ignoraron la advertencia y continuaron con su proceder, lo cual aún disgustó más al ilustrado soberano, poco amigo de disputas, pero amante de su pueblo.
Argantonio decidió atacar las dos principales factorías fenicias para darles un escarmiento, así que dividió el grueso de su ejército en dos y, con él mismo y su hijo Terión a la cabeza, comenzaron el asedio de las ciudades. Los fenicios, que habían previsto el proceder del monarca, aprovecharon la débil situación en la que había quedado la capital tartesia tras la marcha de Argantonio y la atacaron. La ciudad quedó destruida rápidamente, pues su ejército se encontraba batallando y la defensa fue inútil. El fuego y el metal se alimentaron de los hijos de Tartessos.
Desde el asedio de Gadir, el rey distinguió el resplandor del fuego que arrasaba su capital, e intentó volver sobre sus pasos para castigar a los autores. Pero los dioses no fueron sus aliados, pues los fenicios que atacaron Tarsis, cayeron sobre él y, quedando encerrados entre dos ejércitos, los hombres de Argantonio, incluido él mismo perecieron bajo las flechas fabricadas por su propio pueblo.
Sólo un hombre, que cobardemente se había camuflado entre los cadáveres de sus compañeros, sobrevivió a la matanza. Y, cuando cesó la lucha, se avergonzó de su actitud y lloró la muerte del rey. Antes de que los enemigos saqueasen los cadáveres de sus compañeros, el soldado decidió redimir su cobardía. Se acercó al cuerpo inerte del monarca y le despojó de las ricas insignias reales que, por justicia, pertenecían al nuevo rey de Tartessos, su hijo Terión.
Sin pararse a pensar, se alejó corriendo del campo de batalla y no paró hasta la orilla del río Tarsis, donde se encontraba el resto del ejército. Allí, tras recuperar el aliento, informó a Terión del destino de su padre y de todo lo que había acontecido, y le tendió el lienzo en el que había guardado los brazaletes y collares propios del rey de Tartessos. El nuevo rey recompensó su bravura y se retiró a su tienda a orar. En silencio, observó los símbolos de su nuevo estatus y, con lágrimas en los ojos, juró que no los ceñiría hasta haber vengado la muerte de su padre y de todos los inocentes caídos. Luego, para asegurarse que, si él moría, los fenicios no se harían con las joyas reales, las introdujo en una vasija y las enterró allí mismo.
Aún brillaban las estrellas cuando el ejército tartesio comenzó a prepararse para la batalla. Y, al alba, los habitantes de Hispalis oyeron el estruendo que produjo la primera carga. La lucha fue feroz, y las bajas fueron cuantiosas en ambos bandos. Terión, herido de gravedad, no vivió para ver la victoria, y tampoco pudo celebrar la rendición de Gadir varios meses más tarde. Así que las insignias de su padre quedaron enterradas en el lugar de su última oración, a pesar de que su breve reinado se saldó con su única promesa cumplida.
El tiempo pasó y más de 2000 años después, a tres de kilómetros de Sevilla en unos pequeños cerros, llamados Carambolos, en el término municipal de Camas, fueron encontrados por unos obreros.